Todos acabamos experimentando, tarde o temprano, el sufrimiento relacionado con la muerte de un ser querido. El fallecimiento de un familiar o un amigo es un duro trance que se puede complicar. Cuando el proceso de duelo no sigue su curso normal, pueden aparecer problemas psicológicos acompañados, incluso, de síntomas físicos que provocan sufrimiento e impiden que la persona desarrolle su vida en condiciones normales. Pero el fallecimiento de un ser querido no es el único tipo de pérdida que puede acarrear padecimiento psíquico. ¿Cómo nos enfrentamos los seres humanos a la pérdida? ¿En qué consiste el proceso de duelo? ¿Cuáles son sus fases? ¿Qué terapias existen para afrontar el duelo y la pérdida?
El duelo, del latín dolus, es el proceso por el que atraviesa una persona ante la muerte de un ser querido. Los rasgos o síntomas aparecen también, en algunas ocasiones, con otro tipo de pérdidas que no implican la defunción de otra persona.
Los principales tipos son:
Cuando la pérdida consiste en la defunción de un familiar o amigo, las secuelas psicológicas son más profundas, dado el carácter irreversible de la muerte: en el caso de otro tipo de pérdidas, como las relacionadas con empleos o relaciones sentimentales, el sujeto suele albergar la esperanza de poder recuperar aquello que ha perdido.
En el uso común del término, al margen de la psicología, nos solemos referir al duelo exclusivamente cuando algún familiar o amigo ha fenecido.
El proceso de duelo o pérdida se caracteriza por un conjunto de síntomas físicos y psicológicos comunes, con distinto grado de incidencia y gravedad.
Con frecuencia, el doliente relata que siente la presencia de la persona fallecida, oye su voz o incluso la ve, físicamente. Estas experiencias son fruto de una deformación de la realidad.
Los síntomas pueden ser más o menos leves dependiendo de la persona, la situación, el tipo de pérdida, etc.
Los expertos coinciden en la importancia de resolver o, empleando el argot médico, “elaborar”, el proceso de duelo para que las personas que han experimentado una pérdida puedan continuar con su vida en circunstancias normales.
Existen varios enfoques respecto a la elaboración del duelo. El más ampliamente aceptado reconoce las siguientes fases:
1. Negación: la persona reacciona negando lo ocurrido, o no es del todo consciente de la pérdida. Puede aislarse para no tener que enfrentarse a las evidencias.
2. Ira: el doliente siente rabia generalizada contra aquellos que cree responsables de la pérdida, o incluso contra sí mismo. Puede manifestar hostilidad contra quien intente aportarle consuelo.
3. Negociación: el individuo intenta negociar con el entorno valorando los pros y contras de la pérdida.
4. Depresión: fase de dolor y tristeza. El doliente puede sentirse abatido y desesperanzado. Su actividad cotidiana puede verse seriamente afectada.
5. Aceptación: implica aprender a vivir en el mundo tras la pérdida sufrida, y reorganizar esquemas y valores vitales en torno a la nueva situación.
El proceso de duelo comienza antes de que se produzca la muerte, cuando esta sobreviene tras un período de convalecencia. Tanto el enfermo como sus familiares atraviesan las frases del proceso cuando adquieren consciencia de la situación.
En general, toda persona que sufre el duelo generado por una pérdida tiene que afrontar una serie de tareas para poder reestructurar su mundo de una manera equilibrada y saludable. Estas tareas implican hacer una serie de ajustes en sus vidas:
El proceso o elaboración del duelo no es lineal; pueden solaparse varias etapas. También suelen producirse avances y retrocesos.
Alrededor de 400.000 españoles atraviesan anualmente un proceso de duelo con problemas psicológicos y/o físicos asociados, según estimaciones del año 2012. Si el duelo no se desarrolla correctamente puede generar los siguientes problemas.
Negación intensa de la pérdida, que evita la elaboración del duelo, provocando síntomas mentales, emocionales, físicos y conductuales.
La persona queda anclada en el proceso de duelo. Dentro de esta categoría podemos distinguir, al menos, dos subtipos:
Su aparición suele depender de las circunstancias que envolvieron a la muerte o el evento estresante del que se trate, de los recursos sociales y personales de los que dispone el sujeto.
La intensidad de los síntomas acarrea la incapacidad laboral y otros problemas en las relaciones sociales.
Las condiciones en las que aconteció la muerte influyen de forma decisiva. Se suele distinguir, por tanto, entre diversos tipos de duelo, atendiendo a la situación en la que tuvo lugar la pérdida:
Sucede cuando el entorno del paciente sabe que la muerte es inminente. Ocurre, de forma habitual, al final de un proceso de enfermedad terminal, cuando los profesionales sanitarios exponen a la familia la realidad de la situación. En esas circunstancias, la familia suele reforzar sus vínculos emocionales con el enfermo, se preocupan por acompañarle y proporcionarle los cuidados necesarios y empiezan a prepararse para los cambios que se avecinan. Actualmente, se considera que el duelo anticipatorio tiene una dimensión positiva, que permite a los familiares asimilar los hechos de forma gradual, despedirse del enfermo y planificar los retos a los que tendrán que enfrentarse tras la defunción.
Los problemas asociados al duelo por suicidio giran en torno a tres sentimientos directamente relacionados con las circunstancias de la muerte:
-Culpa: los familiares del difunto a menudo no pueden evitar preguntarse si el suicidio podría haberse evitado. Sin la ayuda profesional adecuada, pueden quedarse estancados tratando de salvar al difunto una y otra vez en su imaginación.
-Enfado: la familia suele sentirse enojada con el difunto y reprocharle la decisión de suicidarse por el dolor provocado en su entorno familiar y social. Expresar el enfado suele ser muy positivo para poder superar esa emoción adversa.
-Vergüenza: la muerte por suicidio tiene un claro componente de tabú y, en cierto sentido, está socialmente estigmatizado. Es un factor a tener muy en cuenta a la hora de prestar apoyo, asesoramiento o terapia a los familiares.
El duelo por suicidio es uno de los más difíciles para las personas allegadas, y por eso cobra especial importancia la labor de los profesionales.
En caso de fallecimiento por accidente de tráfico o laboral, por homicidio o por cualquier otra circunstancia violenta, abrupta o traumática, la falta de tiempo para asimilar la pérdida juega en contra de las personas vinculadas al difunto.
Los familiares y allegados experimentan una sensación de irrealidad que, de prolongarse, puede complicar el duelo.
Cuando un familiar o una persona del entorno presencia los acontecimientos que precipitaron la muerte del fallecido (en un accidente, por ejemplo), no es extraño que aparezca un cuadro sintomático de estrés postraumático. La persona vuelve a revivir una y otra vez el acontecimiento mediante pensamientos o imágenes intrusivas, pesadillas o incluso alucinaciones. En los niños suele manifestarse en la representación repetitiva del evento traumático mediante el juego.
Como en el caso del duelo por suicidio, en la muerte traumática, el doliente puede sentir culpa, y preguntarse si el accidente o la muerte violenta podría haber sido evitada de algún modo (“si no le hubiera dicho que viniese con el coche...”, “si no le hubiese ayudado a encontrar el empleo...”). La culpa lleva a plantear en la imaginación situaciones alternativas en las que el difunto evita la muerte. Esto lleva al doliente a realizarse atribuciones de culpa poco realistas y le impide aceptar lo ocurrido, quedándose estancado o alargando la fase de negación.
Cuando una persona desaparece, la familia tiene serios problemas para iniciar la primera fase del duelo, ante la ausencia de pruebas que corroboren la muerte. Además, el entorno familiar suele volcarse en la búsqueda de la persona.
Aun cuando la familia contemple la probabilidad de que su ser querido esté muerto, la esperanza de que regrese no desaparece fácilmente. En estos casos, la incertidumbre puede producir más desasosiego que la certeza de la muerte. La ausencia del cuerpo impide que los rituales de despedida y enterramiento se lleven a cabo con normalidad.
El duelo ambiguo es difícil de tratar en terapia, porque hablar de la muerte del familiar sería dar por hecho algo que se desconoce, y que difícilmente el paciente puede aceptar sin más. En lugar de ello, el terapeuta suele centrarse en el dolor que provoca la ausencia.
Cuando la muerte se produce entre la concepción y el primer año de vida, los progenitores, y en especial, la madre, pueden sufrir una serie de complicaciones psicológicas.
Este tipo de defunciones tienen escaso reconocimiento por parte de la sociedad (especialmente, cuando se trata de muerte fetal).
Como hemos visto, podemos hablar de duelo en circunstancias que no se limitan a la defunción de un ser querido. En el caso del duelo por muerte perinatal, al fallecimiento del feto o el bebé, se suman otras pérdidas:
Los progenitores sufren, además, por no disponer de recuerdos que puedan integrar a su vida tras elaborar su duelo.
No hay razón alguna para pensar que el duelo por muerte perinatal no requiere de la atención de terapeutas o especialistas en salud mental.
Las circunstancias de la pérdida no pueden manifestarse de forma abierta debido a la reprobación social que conllevan. El tabú asociado a determinadas enfermedades, o los prejuicios respecto a la orientación sexual son un buen ejemplo de ello.
La tendencia general cuando muere alguien en el entorno familiar o social del niño es apartarle, ocultarle lo sucedido, evitarle el dolor, etc. Sin embargo, los especialistas coinciden en que este tipo de comportamiento con el que los adultos esperamos evitarles dolor y sufrimiento, solo puede complicar su elaboración del duelo.
Los niños establecen vínculos afectivos muy fuertes con las personas de su alrededor. Su protección y su sentimiento de seguridad dependen de ello. De nada sirve tratar de ocultarles la defunción de un familiar, dado que desde muy pequeños son capaces de notar la ausencia de las personas de su entorno.
Otra tendencia que puede resultar perniciosa para los niños es la de contarles mentiras con el fin de enmascarar la verdadera causa de la ausencia del difunto. Explicaciones tales como “Se ha ido al cielo”, o “Te está viendo en estos momentos” pueden ser contraproducentes. Los niños, al margen de las creencias religiosas o el significado filosófico que los adultos que conforman su contexto social le atribuyan al final de la vida, deben entender las implicaciones de la muerte física, su carácter universal e irreversible. Las mentiras pueden ser identificadas por el niño, cuyas intuiciones sobre la muerte le podrían llevar a buscar otras fuentes de información o construir fantasías que podrían llegar a ser más aterradoras que la verdad.
Los expertos recomiendan proporcionarle al niño información veraz y dosificada, dependiendo de la etapa de la infancia y lo que son capaces de comprender. Es importante dejar que el niño explique qué cree él que ha pasado para comprobar su nivel de conocimiento sobre el fenómeno de la muerte.
No obstante, se tiene una idea bastante aproximada sobre lo que entiende el niño acerca de la muerte según su edad:
La comprensión de la muerte es de vital importancia en el proceso de socialización del niño. Si desea participar del ritual de despedida, acudir al tanatorio, asistir al entierro, etc., puede hacerlo a partir de los 8 años.
Los enfoques terapéuticos más comunes a la hora de tratar el duelo son:
-Terapia conductual: evalúa las conductas problemáticas que se presentan a lo largo del proceso de duelo, y aplica los principios de la psicología del aprendizaje para solucionarlas, sustituyéndolas por otras más ajustadas o beneficiosas. Por ejemplo, se puede diseñar intervenciones para prevenir y extinguir la conducta de evitación. En su repertorio terapéutico incluye técnicas como la desensibilización sistemática, la exposición, el aprendizaje de técnicas de relajación, etc.
-Terapia cognitiva: integrando las técnicas y planteamientos del modelo conductual, pone mayor énfasis en la reestructuración de esquemas mentales que provocan malestar. Sobre todo presta atención a la detección de pensamientos automáticos negativos y a creencias perjudiciales e infundadas. Los pensamientos y creencias negativas provocan los síntomas de rumiación, las ideas de culpabilidad, la incapacidad y tristeza presentes durante el proceso de duelo. La terapia cognitiva pretende desmontar estas actitudes mentales y sustituirlas por otras más sanas.
-Terapia psicodinámica: su origen está relacionado con el psicoanálisis, aunque existen diversas corrientes dentro del enfoque terapéutico psicodinámico. En general, todas intentan poner de manifiesto el origen y el desarrollo de los mecanismos de defensa que el doliente emplea para minimizar su sufrimiento. El objetivo es reconocerlos y tomar consciencia de ello. Las técnicas utilizadas suelen hacer hincapié en el lenguaje. De especial mención son las corrientes psicodinámicas de psicoterapia focal y de apoyo. Estas se diferencian de los enfoques más clásicos por establecer un número de sesiones pactado de antemano, y por la participación más activa del psicoterapeuta.
-Terapia interrelacional: de probada eficacia en pacientes con depresión mayor, se focaliza específicamente en ciertos aspectos relacionados con el proceso de duelo, como la necesidad del paciente de reconstruir la historia de su vínculo afectivo con la persona fallecida, expresar las emociones implicadas y potenciar el establecimiento de nuevas relaciones. En aquellos casos en los que el sujeto debe adaptarse a una nueva situación como cambios en el rol laboral o social, o pérdidas afectivas, de identifican las fuentes de los problemas y se diseñan estrategias adecuadas para adaptarse y afrontar las nuevas condiciones de vida.
A menudo, las terapias adoptan un enfoque ecléctico que recoge elementos de distintos modelos teóricos. En esos casos, son el especialista o el equipo terapéutico quienes diseñan las líneas maestras de la terapia.
Es importante comprender que el duelo en sí mismo no es una enfermedad. Es un proceso normal por el que es preciso pasar.
La duración del duelo depende de muchos factores, algunos de los cuales ya han sido descritos, como las circunstancias de la muerte. También depende del estado psico-físico del paciente, sus recursos para afrontar dificultades y adaptarse a los cambios, etc. Se considera que el duelo puede durar entre los 15 días y los 6 meses. Que el proceso se dilate en el tiempo más allá de ese período es un indicador bastante fiable de que el doliente necesita recibir atención profesional o acudir a terapia.
Independientemente de la duración, otros factores como la ausencia de emociones, el dolor exacerbado, o la aparición de síntomas psicológicos o físicos que provocan un notable malestar son suficientes para buscar la ayuda un experto.
En caso de aislamiento social prolongado, la incapacidad para afrontar las labores cotidianas o los problemas en el ámbito laboral, también sería recomendable solicitar ayuda especializada o acudir a psicoterapia.
Andrés Maldonado
Mi padre murió de forma súbita a una edad todavía temprana. Arrastraba problemas de salud desde hacía años, pero ninguno de ellos parecía tan grave como para llevárselo. Fue todo tan rápido que no nos dio tiempo a asimilarlo. Mi familia derramó muchas lágrimas, pero yo era incapaz. Lógicamente sentía la muerte de mi padre, pero algo dentro de mí me decía que no estaba sintiendo el dolor que debía experimentar. Era como si le estuviera pasando a otro. Me justificaba diciéndome a mí mismo que mi padre no habría querido que estuviéramos tristes. Al mismo tiempo, me sentía culpable por no sentir esa tristeza. Estuve así durante varios meses. Finalmente decidí asistir a terapia. En una de las primeras sesiones, tuve una catarsis. Me vinieron todos los sentimientos que había reprimido. Fue muy duro. Pero, a partir de entonces, pude comprender todo lo que mi padre había significado para mí y seguir con mi vida, conservando mis mejores recuerdos con él.
Juan Antonio
La muerte de mi esposa me dejó hundido. El cáncer la consumió en cuestión de meses, con tan solo 53 años. Teníamos un negocio familiar y tuve que cerrarlo porque, tras su muerte, no me sentía con fuerzas para llevarlo yo solo. Siempre he sido prácticamente abstemio, solo bebía en reuniones sociales. Pero tras el fallecimiento de mi mujer, empecé a frecuentar bares. Cada vez bebía más, y estaba prácticamente arruinado. Mis dos hijas me abrieron los ojos y me convencieron para buscar ayuda. La terapia me abrió los ojos, y comprendí que estaba muy enfadado con el mundo. Gracias a las sesiones pude romper con la espiral de autocompasión en la que me había metido. Ahora sigo luchando para ayudar a mis hijas en todo lo que puedo y voy rehaciendo mi vida poco a poco.
Anónimo
Soy maestra de escuela, y por mi profesión, pensaba que sería capaz de orientar a mi hijo cuando murió mi padre. Él estaba muy vinculado a su abuelo. Pero mi propio dolor me llevó a apartar el tema, y quizás no fui capaz de explicarle por qué su abuelo ya no estaba entre nosotros. Mi niño, de 5 años, empezó a sufrir terrores nocturnos. Se despertaba gritando, empapado en sudor. En una de esas ocasiones me confesó que mi padre se le había aparecido, sentado en una silla frente a su cama, con los ojos rojos y una expresión extraña. Se me pusieron los pelos de punta y comprendí que mi hijo no estaba bien. Acudí a un terapeuta que me ayudó a afrontar el tema. Fue precisamente en la primera entrevista donde nos enteramos que el niño estaba muy asustado, debido a que algunas personas de nuestra familia le habían dicho que su abuelo veía todo lo que hacía, y que le visitaba para darle un beso de buenas noches. Sé que lo hicieron con buena intención, y que la responsabilidad de explicarle lo sucedido era mía. Con la terapia, mi hijo superó sus miedos y vuelve a dormir bien por las noches. Aunque es muy pequeño, conserva algunos recuerdos de su abuelo y sabe que le quería muchísimo.
Graciela M. Gallego
Estaba muy vinculada a mi madre. Cuando falleció no lo encajé bien. Tuve mucho apoyo de mi familia, pero no fue suficiente. Durante un tiempo traté de seguir con mi vida como si nada hubiera pasado, pero sentía una gran tristeza y no tenía ganas de hacer nada, ni de ver a nadie. Poco a poco, mi estado de ánimo afectó a mi trabajo y a mi familia. Mi marido, desesperado, me suplicó que buscara ayuda y finalmente, lo hice. Me diagnosticaron depresión. La noticia fue como un jarro de agua fría. Pero al mismo tiempo me ayudó poder ponerle nombre a lo que me sucedía. Entendí que era algo más normal de lo que me imaginaba, y que no estaba sola. La terapia me funcionó muy bien. Hoy soy una mujer más fuerte y he recobrado la ilusión por vivir.
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